A mi hermano
Miguel Ángel
Jesús Rito García
Resulta difícil olvidar los buenos momentos de nuestras vidas. Pero cuando ves los restos de la cena de Nochebuena, de cualquier nochebuena; te das cuenta que así termina todo.
Podemos preparar los grandes platillos, las tías y las abuelas se pueden explayar haciendo maravillas en la cocina, pero al final, sólo quedan migajas, comida recalentada que tiene el mejor sabor del mundo. Así termina esta gran noche. Al otro día, sales a pasear y el mundo está descansando de tanta algarabía, de tanta sublimación. O puedes quedarte en casa a perder el tiempo, pensar en nada.
Durante la nochebuena hay una parte de todo, de alegría, algarabía, nostalgia, tristeza, tensión, embriaguez, paz y descanso. Y así han sido todas las nochebuenas de nuestras vidas. De los que festejamos esta tradición, porque para las culturas que no festejan estas fechas, el día transcurre como cualquier otro. Duermen a la hora que lo hacen comúnmente y despiertan como siempre, se preparan su cotidiana taza de café y salen al mundo.
Recordar las fiestas, con los que seguimos aquí y los que se fueron, es algo maravilloso. Como en los poemas de la antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, donde cada personaje es parte de la historia del pueblo, pero la historia de este pueblo se muestra en poemas-epitafios: el borracho, el banquero, el artista, los campesinos, los obreros, el jefe de policía… cada uno de ellos aparece en la historia de Spoon River y se entrelazan, como se entrelazan nuestras vidas a cada momento. Y recordamos todo, como en el poema Dippold, el oculista: “¿Qué ve ahora? / Esferas rojas, amarillas, púrpuras. / ¡Un momento! ¿Y ahora? / Mi padre, mi madre y mis hermanas. // […] ¡Excelente¡ ¿Y ahora? / Luz, sólo luz que transforma / el mundo todo en juguete. / Muy bien, haremos unos anteojos para el caso”.
Así recordamos todo, como un oculista que va mostrándonos el mundo a través de la lente que tendrá la graduación exacta para nuestros ojos.
Es difícil no soltar alguna lágrima en esta noche, ya que quisiéramos que todos estuvieran a nuestro lado, que se quedara el mundo como cuando éramos niños y que las risas fueran las mismas, las eternas risas que corrían en los callejones y las calles de nuestro pueblo. Pero crecemos y vemos un mundo diferente, un mundo que se tiene que ir adecuando a lo que uno mismo quiere, a lo que disponga nuestro libre albedrío.
A veces llegas a casa y hay un silencio tan divertido, un bailecito suave de los que viven en su eterna alegría individual… y eso es lo que debemos buscar en todo momento, “la alegría individual” no ser el absurdo antipático que desea participar en la fiesta, pero quiere que todos lo vean estar molesto, que mientras los demás ríen, beben, bailan, se divierten; él toma un periódico para mostrar su indiferencia. Aunque ese periódico no contenga más que noticias absurdas.
Debemos vivir con una alegría individual que nos haga escuchar la eterna música del alma, disfrutar esa nostalgia verdadera, rica, que al final de la congoja nos deja un buen sabor de boca.
Puedo decir que nunca olvido el regalo que me hizo mi padre en el último cumpleaños. Era un reloj de bolsillo. Uno que yo siempre había querido. Ahora el reloj se encuentra entre mis objetos más preciados, ahí está marcando el paso del tiempo, y cuando quiero, lo atraso muchas horas y cierro los ojos y parece que nuevamente salgo al portón de casa y viene mi padre y me abraza y me muestra el regalo. Y nuevamente soy feliz. Es algo complicado, pero la capacidad de la memoria es fascinante, y no dudaría que estoy viendo nuevamente mi vida, que en vez de sentir una tristeza infinita, pienso que es la máquina del tiempo que siempre quise. Aquella que soñaba construir algún día.
Sé muy bien que gracias al poder de la memoria nunca estaré solo, siempre estarán a mi lado todos aquellos que quise y querré en cada momento de mi vida.