Por Horacio Corro Espinosa
Para el 3 de noviembre de 2017
Fue hace muchos años. No recuerdo exactamente la fecha, pero tendría yo entre 15 y 18 años de edad. Varios amigos vivíamos en el fondo del callejón de la calle Nooyo. Esto en Huajuapan de León.
Uno de mis amigos y yo acostumbrábamos viajar cada fin de semana a Tlacotepec, Nieves. Allí vivían los papás de mi amigo Ramiro.
En uno de esos fines de semana del mes de octubre o noviembre, decidí cambiar esa costumbre para irme a la Ciudad de México. Antes de subirme al autobús mi amigo me hizo muchas recomendaciones. Él salió al día siguiente a su tierra, a las cinco de la mañana en un autobús que pasaba procedente de la Ciudad de México.
El camión iba repleto de pasajeros, aun así, en Huajuapan subieron muchas personas. El destino final era Juxtlahuaca.
En ese mismo autobús viajaban mis abuelos maternos, un hermano de mi mamá, y otros familiares.
Como a las siete de la mañana de ese mismo día, yo abrí los ojos en la Ciudad de México porque claramente escuché una voz que me despertaba. Esa voz golpeó mi corazón y mi respiración se hizo agitada.
Coincidentemente a esa misma hora se desbarrancaba el autobús donde viajaba mi familia y mi amigo en aquella curva peligrosa llamada “El Espinazo del Diablo”.
Después de escuchar esa voz, los días siguientes los sentí pesados y tristes. Entonces no había la comunicación que hoy tenemos. Nadie sabía que me había ido a la Ciudad de México.
Tres días después regresé a Huajuapan. Cuando entré a la vecindad, encontré el cuarto exactamente como lo había yo dejado. Los niños que vivían en otros cuartos, comenzaron a meterse al mío para asegurarse que yo había llegado. Era tanta la insistencia de los niños por verme, que mejor cerré la puerta.
Minutos más tarde llegaron al cuarto dos de mis primos a decirme lo que había pasado en la carretera. Desde ese momento perdí la noción de las cosas. Volví a la realidad al día siguiente cuando comenzamos a subir la carretera para pasar por aquella curva peligrosa de la montaña.
Recuerdo que desde abajo, donde comienza la subida a la punta del cerro, se veía una montaña de muchos colores. Era la ropa desgarrada de la gente que había caído en ese lugar.
En ese accidente murieron más de 50 personas. Los únicos que se salvaron, fue mi tío, un bebé, y un perro recién nacido.
Después supe que a mí también me habían enterrado. Dentro de los muertos me encontraron con la cara desfigurada, pero me reconocieron por la ropa y por el pelo.
Mi mamá siempre dijo que yo no era. El resto de mis familiares aseguraban que mi mamá no me quería reconocer después de la pérdida de sus papás y de otros familiares. Todos creían que ella estaba afectada por tanto dolor.
Siempre he creído que los muertos nunca regresan. Esto de la celebración del Día de Muertos, es, simplemente, para que los vivos tengan una un alfiler donde sigan sosteniendo a sus familiares, de otra manera los borrarían de su mente.
Así yo. Hoy quise platicarles esta historia que ni a mi esposa ni a mis hijos se las había contado. Quise recordar a mi amigo Ramiro, a mis abuelos maternos, a mis demás familiares y a todos aquellos que perdieron la vida en ese horrible accidente.
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