Pongamos todo en perspectiva // Carlos Villalobos
Recientemente, leí un artículo fascinante de Rose Horowitz en “The Atlantic” titulado “The Elite College Students Who Can’t Read Book” y sinceramente el artículo me cimbró y me dejó pensando profundamente sobre una realidad que, a pesar de resonar en contextos académicos de países desarrollados, parece igualmente familiar en nuestro entorno.
El problema en cuestión es claro ya que las y los estudiantes universitarios, norteamericanos en el contexto del artículo, incluso de instituciones élite, ya no están preparados para leer libros enteros, menos aún aquellos clásicos que alguna vez definieron la educación. Durante la pieza de Horowitz se nos cuenta acerca de casos como Nicholas Dames, un veterano profesor de literatura en la Universidad de Columbia que lleva observando este fenómeno desde hace una década y cuenta cómo sus estudiantes de hoy no solo se sienten abrumados por la lectura, sino que parece que nunca fueron entrenados para hacerlo.
El propio Dames revela que muchos estudiantes de preparatorias públicas en Estados Unidos ya no leen libros completos, solo leen fragmentos, artículos de opinión o pequeños extractos literarios provocando que el impacto de esto en el nivel universitario sea palpable. Las y los estudiantes no solo se enfrentan a un déficit de habilidades lectoras, sino que también muestran una carencia de herramientas para abordar lecturas profundas y prolongadas, esenciales para su formación crítica.
Esta realidad, aunque en un contexto distinto, es bastante cercana a lo que vivimos en México y solo hace falta asomarse al Módulo sobre Lectura (Molec) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en donde se registra que las y los mexicanos leen un promedio de 3.2 libros al año, con sesiones de lectura que duran, en promedio, 41 minutos, sin embargo, más allá de las estadísticas, lo preocupante es el tipo de lectura que predomina. En el grupo de 18 a 24 años por ejemplo, el 63 por ciento lee principalmente páginas de Internet, foros o blogs, mientras que apenas el 54.2 por ciento elige libros impresos, es decir, la mayoría de las y los jóvenes están más inclinados a consumir información rápida y fragmentada que a leer textos extensos e intrincados.
Esta tendencia no es exclusiva de México ni de Estados Unidos, se trata de un fenómeno global que refleja la convergencia de múltiples factores, entre ellos; la masificación de los dispositivos digitales, la abundancia de información en pequeños fragmentos (gracias a plataformas como TikTok o Instagram) y un sistema educativo que, en muchos casos, ha sacrificado el hábito de leer libros enteros en aras de cumplir con estándares de evaluación, pero sobre todo, desde mi perspectiva, el sacrificio del sentido común y la promoción de una educación crítica en beneficio de la estandarización de la educación.
El problema aquí, además, no es solo que los estudiantes ya no estén leyendo, sino que han perdido la capacidad y quizás también el interés de concentrarse en una narrativa larga. Como suele suceder, la culpa rápidamente recae en la tecnología, y aunque es cierto que los smartphones y las redes sociales han cambiado las expectativas sobre lo que es digno de nuestra atención, este fenómeno tiene raíces más profundas.
Con programas educativos como No Child Left Behind y Common Core en Estados Unidos, y la reforma educativa en México (que por cierto ha sido derogada), han enfocado sus baterías en el aprendizaje hacia habilidades más cuantificables, dejando de lado lo que no se puede medir fácilmente, como la habilidad de leer y comprender un libro entero y al hacerlo, se han sacrificado los textos largos y, con ellos, la capacidad de concentración y análisis que estos fomentan.
En el artículo de Horowitz, varios profesores señalan cómo han tenido que ajustar sus expectativas donde docentes universitarios que solían asignar 200 páginas por semana, hoy asignan menos de la mitad (en el mejor de los casos). En México, me pregunto cuántos de nuestros jóvenes han leído una obra completa de José Emilio Pacheco o Elena Garro, más allá de los fragmentos y resúmenes que circulan en línea.
Lo más alarmante no es solo la falta de lectura, sino lo que se está perdiendo en el proceso. La neurocientífica Maryanne Wolf, citada en el artículo de Horowitz, advierte que la llamada “lectura profunda” (aquella inmersión sostenida en un texto largo), estimula hábitos mentales valiosos como el pensamiento crítico y la autorreflexión, habilidades que difícilmente pueden cultivarse con lecturas rápidas y fragmentadas.
Los libros nos hacen empáticos intelectualmente, ya que al profundizar entramos en la mente de más personas y nos permite comprender, más allá de nuestra burbuja personal.
En México, donde las estadísticas del Inegi muestran que los adultos mayores son los más propensos a leer libros, cabe preguntarse qué pasará con las nuevas generaciones, si los jóvenes de entre 18 y 24 años prefieren navegar blogs y redes sociales en lugar de sumergirse en un libro, ¿qué tipo de ciudadanos y profesionales estamos formando? la lectura no solo es un pasatiempo, es una herramienta para entender el mundo, para cuestionarlo y, sobre todo, para transformarlo.
A medida que los sistemas educativos en todo el mundo se ajustan a las demandas del mercado laboral, es esencial que no perdamos de vista el valor de la lectura prolongada, los libros no solo nos enseñan hechos, nos enseñan a pensar, a imaginar y a conectar. En un mundo saturado de información rápida y segmentada, el reto es mayor, pero también lo es la recompensa.
Es hora de que volvamos a leer libros completos, no solo por nostalgia, sino porque el futuro, nuestro futuro, lo demanda.
PD: Tengo que dejar clara una cosa: No estoy en contra de leer mucho, pero la cantidad no garantiza la calidad. Necesitamos recuperar la lectura profunda, como la que defiende Maryanne Wolf, para desarrollar las habilidades que necesitamos en un mundo cada vez más complejo, tal como lo plantea Horowitz en su artículo.
X: @carlosavm_