José Luis Camacho López para Oaxacaentrelineas
Nunca sabremos por qué Florence Cassez, acreditada como responsable del gravísimo delito de secuestro que la condenó originalmente a sesenta años de cárcel, la señalada demente por una de sus víctimas de que torturaba y amenazaba con la mutilación, está libre.
Tampoco sabremos por qué los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Olga Sánchez Cordero, Arturo Zaldívar, Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, José Ramón Cosío y Jorge Pardo Rebolledo ampararon una decisión que dejará marcada indubitablemente bajo la sombra de la sospecha, a la procuración de justicia mexicana con un endeble argumento que descansa en la preeminencia de los derechos humanos del caso Cassez sobre los de sus víctimas, con todas las aberraciones e irregularidades que pueden haber cometido sus consignadores de la administración del gobierno de Felipe Calderón.
Responsable o no, la señora Cassez está libre ahora por un argumento que pesó a lo largo de este polémico y escandaloso caso, el montaje televisivo para la aprehensión de Florence y sus cómplices.
En estas horas, debemos preguntar si de nuevo no estamos asistiendo a un mejorado montaje, ahora con dedicación a las deterioradas relaciones franco-mexicanas desde el gobierno de Nicolás Sarkozy.Con tantas dudas y sospechas sin despejar, lejos estará esta decisión de contribuir a un saneamiento de una estructura judicial anquilosada y llena aún de misterios a su interior.
Los miembros del poder judicial han hecho de su verdad jurídica un feudo de patrimonio medieval. Sobre estos ministros pesará siempre la duda sobre una determinación carente de credibilidad, semejante a la que tomaron sobre la enorme tragedia de la guardería ABC de Hermosillo de exculpar a personas con responsabilidades de funcionarios públicos.
Para los infantes muertos o lesionados de por vida de Hermosillo no hubo justicia ni violación de sus derechos humanos, para la señora Cassez sí, desde la perspectiva de los cinco miembros de la Suprema Corte que durante el gobierno de Calderón no se atrevieron a tomar una decisión semejante a la de ahora.
Si se han mezclado o no otras influencias aparte de las que determinaron la libertad inmediata de la señora Cassez, como las del gobierno francés u otras, tampoco lo sabremos. Tampoco sabremos si el gobierno de Calderón presionó a los ministros para que la señora Cassez no fuera liberada durante esa pasada administración y tampoco sabremos si ahora los ministros actuaron en total y absoluta libertad para tomar una decisión, la cual tendría como indicador evidenciar una estructura judicial y policiaca mexicana patológicamente enferma por las abominables prácticas que llevan en sus entrañas.
No lo sabremos.La Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene una trayectoria de opacidades desde que su creación 1814 por José María Morelos y Pavón en el Congreso de Chilpancingo para sustituir a los tribunales de la colonia como Supremo Tribunal de Justicia integrado por cinco miembros.
A lo largo de su historia la Corte no se ha salvado de una dependencia atroz del Ejecutivo al que le ha correspondido designar a sus integrantes. Desde 1928 el presidente ha gozado de la facultad de proponer ministros a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Lo hacía con una propuesta sucesiva de “hasta tres personas” que pudieran desempeñar el cargo.
En 1994, resultado de la reforma constitucional de ese año, el presidente lo intermedia a través de una terna al Senado, pero esa decisión no significó que el Ejecutivo estuviera separado de la elección final. En la Constitución de 1917, inicialmente la decisión de nombrar ministros correspondía al Congreso esa facultad.
El Presidente no ha dejado de conservar una influencia determinante en la integración de la Corte. Así ocurrió recientemente en la transición entre el gobierno de Felipe Calderón y el de Enrique Peña Nieto en noviembre pasado. Las divergencias entre los miembros del Senado para seleccionar a dos miembros de la Corte dieron lugar a que pesara finalmente el dedo presidencial en las designaciones, después de un proceso de desacuerdos, aunque finalmente aprobadas por el Senado, de Alberto Gelacio Pérez Dayán y Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, quienes sustituyeron a los ministros salientes Guillermo Ortíz Mayagoitia y Sergio Salvador Aguirre Anguiano.
La decisión fue salomónica para efectos de la transición entre un gobierno saliente y uno entrante.
En teoría la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene entre sus superiores responsabilidades defender con pulcritud el orden establecido por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y mantener el equilibrio entre los distintos Poderes.
En un país de una historia de discordias es lo deseable. Sin embargo, durante todo el siglo XIX, desde su origen en la Constitución de 1824 hasta la segunda década del siglo XXI, la opacidad y secrecía ha dominado los nombramientos, actividades y decisiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La Corte, con un poder aún extraordinariamente autoritario e inapelable, sustituyente de la Audiencia de México y al Consejo de Indias de la época colonial, ha tomado una decisión de la que no sabremos si lo hizo en función de una libertad de conciencia y dueña de sus atributos o se dejó llevar por una influencia que agrede la credibilidad pública de una sociedad con una esperanza legítima de real justicia y mina a la única institución de justicia en México sobre la que se había creado la idea de una transparencia con rendición de cuentas permanentes y que esta vez falló y se ha oscurecido.