Juan Arturo López Ramos
Oaxaca de Juárez, Oaxaca.- Ahora todos entendemos que nuestro país fue invadido y conquistado a sangre y fuego por una nación extranjera. No pocos mexicanos sentimos una profunda indignación al leer la historia de esta invasión y los asesinatos y despojos que se cometieron en su nombre.
También, muchos han dicho qué quizá la invasión española no fue tan brutal como en otros lugares. Y quizá tienen razón sí la comparamos con las expediciones holandesas para capturar esclavos en África, o con la invasión de exterminio de los indios por los ingleses en Norteamérica.
Lamentablemente esas supuestas diferencias, no alivian el grado de dolor, de muerte, de sometimiento, de humillación, de explotación, de despojo, que sufrieron los pueblos originarios del antiguo México.
Todavía en el siglo XVIII, por ejemplo, en Oaxaca se forzaba trabajar a los indígenas en las minas, incluso hasta la muerte y al final, si alguno lograba salir con vida, solamente le pagaban con indulgencias para ganarse el cielo.
Las descripciones de las sangrientas matanzas de miles de nobles indígenas desarmados en Cholula o Tlatelolco, o el despojo que sufrió el cacique de Tututepec de sus joyas y riquezas, que le hizo morir “muina”, son parte de esta negra historia de una nación que somete a otra con la brutalidad de la fuerza.
A la imposición de una lengua ajena, de una religión alienante, de una servidumbre forzada, de un despojo sistemático de sus vidas y bienes, se sumaron las apocalípticas epidemias de la segunda mitad del siglo XVI que mataron a nueve de cada 10 habitantes del México antiguo.
Al leer la historia patria, nos hacen creer ingenuamente que los mexicanos alcanzamos la independencia y libertad en 1821, pero han pasado ya dos siglos y los millones de mexicanos pobres en lugar de disminuir se han incrementado, porque a pesar de ser supuestamente independientes, seguimos manteniendo las mismas políticas colonialistas que sostenía España y seguimos manteniendo una estructura social que coloca a los indígenas de México en el último lugar.
A pesar de los avances tecnológicos, a pesar de la conciencia sobre el creciente respeto a los derechos humanos, a pesar de intentos de algunos gobernantes por mejorar las condiciones de los pueblos indígenas, realmente no hemos hecho nada relevante, sino seguir marginándolos y despojándolos en su propio país.
Un ejemplo claro de este despojo se ve alrededor de las grandes presas generadores de energía eléctrica del país, localizadas en el sureste mexicano, para cuya construcción se quitó de su territorio y sus riquezas a los indígenas naturales del lugar.
Alguien, creyendo encontrar justicia, alcanzará decir que se pagó indemnización a los pueblos que sufrieron esta expulsión por causa de utilidad pública. Sí, es cierto, les pagaron precios irrisorios de una tierra cualquiera, pero nunca se les pago lo que realmente valían por las enormes ventajas de su ubicación y de su potencialidad generadora de riqueza. Simplemente se les despojó.
Lo justo hubiese sido pagarles una compensación por la cesión de sus tierras e incorporarlos como socios de la empresa paraestatal encargada de comercializar la producción de la energía.
Hoy, en pleno siglo XXI, los mexicanos debemos recapacitar y entender que debemos regresar a los pueblos originarios las riquezas que realmente les pertenecen.