Los efectos devastadores del cambio climático se empiezan a expresar en forma cada vez más cruenta y recurrente a escala mundial. Ayer, el ministerio de Emergencias de Rusia informó sobre la muerte de 28 personas en los incendios que se han desatado en la parte central de ese país, que son atribuidos por las autoridades de Moscú a la más dura ola de calor en décadas. Tanto más desolador resulta el panorama en el noroeste de Pakistán, donde las peores inundaciones en 80 años han arrojado un saldo de 830 muertos, según fuentes oficiales, y han afectado a más de un millón de personas.
La proliferación de desastres naturales relacionados con el calentamiento global que afecta al planeta pone de relieve la urgencia de lograr consensos gubernamentales sólidos y significativos en materia ambiental. Sin embargo, el fracaso de la pasada cumbre sobre cambio climático celebrada en Copenhague, Dinamarca –que concitó muchas esperanzas y concluyó sin compromisos ni medidas vinculantes–, ha exhibido de nueva cuenta una persistente falta de voluntad de los países industrializados –con Estados Unidos a la cabeza– para cumplir con su responsabilidad de frenar las emisiones de gases de efecto invernadero, causantes, a decir de la mayor parte de la comunidad científica internacional, del calentamiento global.
A esta falta de disposición se suma la aplicación de meros paliativos, que en nada ayudan a revertir el fenómeno. Un ejemplo de ello es el anuncio, realizado por la Convención de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático esta misma semana, de entregar una primera parte de los fondos de adaptación ante el calentamiento global –unos 21.8 millones de dólares– a Nicaragua, Senegal, Islas Salomón y el propio Pakistán. El mensaje insoslayable detrás de esta medida es que se prefiere preparar a las naciones vulnerables ante los efectos del cambio climático en vez de combatir sus causas originarias.
La consideración anterior es consecuente con la tendencia de los gobiernos poderosos a presionar a las naciones menos desarrolladas para obligarlas a cargar con el peso de la contaminación mundial. Tales actitudes se explican como parte del empeño de los principales causantes del cambio climático en defender el actual modelo de derroche energético y preservar la irracionalidad y el carácter depredador de la economía en su presente configuración internacional, que privilegia la ganancia monetaria sobre toda otra consideración, incluida la viabilidad y la supervivencia de la especie.
Por fortuna, en años recientes el mundo ha asistido a la configuración y articulación de visiones alternativas en materia del cambio climático, que abogan por la atención de las causas estructurales de la crisis ambiental que se desarrolla en la actualidad, empezando por la sobrexplotación y mercantilización de los recursos naturales. Esas expresiones, que recién encontraron un punto de encuentro durante la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático que se celebró en Cochabamba, Bolivia, en abril pasado, constituyen un factor de esperanza y de posibles soluciones frente a la política ambiental que ha dominado hasta ahora a escala internacional, y con resultados desastrosos, según puede apreciarse.
Corresponderá a nuestro país –cuya población ha sufrido en carne propia los efectos del cambio climático y la devastación ambiental– albergar, en diciembre próximo, en Cancún, a los representantes de estas dos posiciones en materia ambiental, y cabe hacer votos por que en esa reunión surjan medidas concretas y vinculantes sobre limitaciones a la emisión de gases de efecto invernadero y compromisos efectivos con las naciones pobres que resultarán, o ya lo están, afectadas por el calentamiento global.