En Ciudad Juárez y en Caracas, para escribir de la vida hay que irse a la puerta de la morgue, muy de mañana, cuando de los barrios sin asfaltar van bajando mujeres jóvenes que ya son abuelas acompañadas de nietos que ya son huérfanos.
-Dígame, señora.
-Vengo a reconocer el cadáver de mi hijo y el de mi hermano. Los mataron anoche. Iban a trabajar al centro de Caracas. Les salieron unos tipos y les dispararon. No sé si con intención de robarles o qué. No sé nada más…
-¿Cómo se llamaban?
-Mi hijo, Noel, y mi hermano, Jorge Luis.
-¿Qué edad tenían?
-Los dos tenían 26 años.
Sin embargo, en Medellín, la tierra de Pablo Escobar y de la Virgen de los Sicarios, ya va siendo posible escribir de la vida en la puerta de un colegio público o junto a una cancha, también pública, de césped artificial. No es menos cierto que todavía en la plaza de Bolívar, la más céntrica de la ciudad colombiana, niñas de 12 años y niños aún más pequeños se desnudan a cambio de unos cuantos pesos o de una lata de pegamento.
Tampoco es mentira que cada noche el coronel Lázaro y sus hombres del Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Nacional, pertrechados con fusiles Tavor de fabricación israelí, registran las casas colgadas sobre los cerros con la desconfianza de un campesino al que la mala hierba ya le agostó cosechas enteras. Pero también -y esto marca la diferencia con Juárez o con Caracas- es posible encontrar un rastro de esperanza. Darío Obando, trabajador “en lo que salga”, está sentado a la puerta de su casa, un torpe apaño de maderas y hojalata en medio de la Comuna 13, todavía uno de los barrios más peligrosos de Medellín.
-¿Qué tal van las cosas?
-No muy bien. La hijueputa violencia que no termina de irse.
Todas las noches se oyen disparos y raro es el día que no hay muertitos. Pero al menos tenemos la confianza de que el crío salga adelante. Un día vinieron a buscarlo para que fuera al colegio y ya no ha dejado de ir todas las mañanas. Si no va, a mí me quitan la ayuda. Allí le dan de desayunar y los maestros me han dicho que este pelao es de buena madera. Quizá algún día él…
La diferencia está en el quizá. Un quizá o un tal vez pronunciados con un punto de emoción mientras Darío acaricia la cabeza de su hijo -del pelao, como llaman aquí a los muchachos- y, ya con un café de por medio, cuenta que esta ciudad fue un infierno, “más de 20 muertos al día, ni tiempo había de contarlos”.
Dice que las autoridades no existían, que tan invisibles eran que los criminales ocuparon su lugar. Que el narcotraficante Pablo Escobar llegó a levantar un barrio al que puso por nombre Medellín sin Tugurios y al que todo el mundo sigue refiriéndose todavía como “el barrio de Pablo Escobar”, y eso que el mítico jefe del cartel de Medellín fue abatido a tiros hace ya 17 años.
Tal vez sea esa concesión a la esperanza lo único que diferencia -aunque no es poco- a Medellín de las otras dos ciudades cuyos nombres son también sinónimo de violencia en América Latina. La mexicana Juárez. La venezolana Caracas. La colombiana Medellín. Tres ciudades marcadas por idéntico estigma. Medellín, junto a Cali, dio cobijo hace dos décadas a uno de los carteles más poderosos de Colombia y ahora lucha por salir adelante mediante una apuesta decidida por la educación y el deporte.
Caracas es, en cambio, la violencia porque sí, la violencia más descarnada: muchachos contra muchachos luchando por cuatro calles de miseria. Cadáveres amontonados en la morgue de Bello Monte, ataúdes gratuitos para los pobres, barrios en los que la policía entregó el control a los pandilleros, la revolución de la desesperanza.
Ciudad Juárez es todo eso y mucho más. Es un estado de sitio permanente e inútil. Miles de policías y soldados convertidos en sepultureros de lujo. Es el compendio fatal de todas las calamidades que azotan a un país sumido en una lucha de todos contra todos. Los cárteles de la droga luchando entre sí, ya no sólo por los corredores hacia Estados Unidos, sino por cada esquina, por cada plaza.
-Abogado, ¿a cuántos colegas han matado últimamente en el estado de Chihuahua?
-En los tres últimos años, a 36. Y no se crea que tengo buena memoria, es que han matado a uno al mes.
-Imposible olvidarlo…
-No sólo eso. Hay otra cifra que también tengo muy presente.
-Dígame.
-La del número de esos asesinatos que han sido resueltos por las autoridades.
-¿Cuántos?
-Cero.
Ciudad Juárez, y por extensión el estado de Chihuahua, gozó de gran esplendor durante los últimos 20 años. Las empresas manufactureras, y también los cárteles de la droga supieron aprovechar la estratégica ubicación de la ciudad, justo en el centro de los 3 mil kilómetros de frontera que separan México de Estados Unidos.
“Desde aquí”, señala José Reyes Ferriz, quien hasta el pasado domingo fue alcalde de Juárez, “se surtía de electrodomésticos a todo Estados Unidos…”. Y también de droga. “Las empresas que se instalaron aquí”, continúa el ya ex alcalde, “decidieron contratar a mujeres porque consideraron que con sus manos pequeñas serían más eficaces a la hora de ensamblar las piezas”.
Sería por eso, o tal vez porque les pagaban menos que a los hombres, el caso es que miles de mujeres de todo el país empezaron a llegar a Juárez. Mujeres jóvenes, mujeres sin recursos, mujeres solas. En enero de 1993 empezaron a matarlas.
Alma Chavira fue la primera de una larga lista de niñas y de mujeres torturadas, violadas, asesinadas. No hay cifras exactas de la magnitud de la tragedia, pero lo que sí existe es la convicción -avalada por una sentencia reciente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos- de que las autoridades de entonces no hicieron lo necesario por investigar aquellos crímenes.
Hay una frase que un policía le dijo a Irma Monreal, la madre de una de las desaparecidas, que resume a la perfección la postura oficial: “Aquí solo asesinan a las que son locas, a las que son putas; aquí no asesinan a las niñas buenas…”.
Los periodistas de Caracas y de Ciudad Juárez pueden dar doloroso testimonio de cómo las autoridades locales intentan ocultar a la opinión pública lo que no les conviene que se sepa.
A pesar del acoso del narcotráfico, cuando se pregunta a los responsables de los periódicos de Ciudad Juárez cuál es el principal impedimento para su trabajo, la respuesta es clara y tajante: “La Policía Federal”.
Hoy por hoy, Juárez, Caracas y Medellín siguen hermanadas por la violencia. Pero la ciudad colombiana lucha cada mañana por convertirse en hija única de la esperanza.