Una leyenda en Cancún

Pascual Salanueva Camargo

Cancún, Quintana Roo. En Xcaret, que es, sin lugar a dudas, uno de los lugares más hermosos de todo Quintana Roo, todos los años, por estas fechas, se celebra el Día de Muertos. Aquí, durante varios días, desde que uno se interna hasta que abandona este paradisiaco lugar, todo recuerda a los muertos.

Para conservar esta tradición prehispánica se crea un ambiente parecido al que existe en los pueblos durante la víspera, así que prácticamente para donde quiera que uno se dirija, yacen, a un lado de los senderos, altares dedicados a los muertos y toda la parafernalia que en un evento de esta naturaleza se despliega.

En este año, como desde hace cinco años, se convoca a grupos de danza del estado, conjuntos musicales de los estados vecinos, así como a poetas y escritores, quienes durante su participación leen poemas y textos alusivos a la muerte.

Sin embargo, el clímax de las jornadas iniciadas el 30 de octubre y concluidas el 2 de noviembre, estuvo a cargo de Astrid Hadad y Óscar Chávez, quienes, dada su calidad indiscutible, llenaron los foros en donde se presentaron.

Los maestros de ceremonias, siempre dados a la exageración, esta vez acertaron en el caso de Óscar Chávez. Lo anunciaron como una leyenda y no fue ninguna exageración. Óscar Chávez pertenece a una estirpe que está a punto de extinguirse, a una singular clase de intérpretes de música que no obstante haber estado marginado de las estaciones de radio, pero, sobre todo, de la televisión comercial se convirtió en un verdadero ícono de la juventud, la clase media y el pueblo.

Y es que cuando apenas habían pasado unos cuantos años de la matanza de Tlatelolco y la represión no cedía ni un ápice, Oscar Chávez, a través de su canto, se atrevió a fustigar a los empresarios, a los políticos y a la clase gobernante.

Pero no sólo eso, sino que cuando parte de la juventud tenía puestos los ojos, en la música del extranjero, desenterró tesoros musicales olvidados.

Tal vez por eso, sus cientos de admiradores presentes el dos de noviembre en Xcaret, soportaron estoicamente una hora de espera, haciendo cola para poder entrar a verlo. Pero valió la pena la larga espera, pues durante dos horas, entre canción y canción, esparció sueños, utopías y anhelos de mejores tiempos.

Con el poder de su voz, transportó a sus fieles seguidores a los años en que se creía que la juventud lo resolvía todo y estaba dispuesta a hacerse escuchar, aunque fuera con canciones de protesta o del denominado “Canto nuevo”.

Por cierto, el concierto, en el que estuvo presente su eterno acompañante el trío Los Morales, se denominó “Si Juárez no hubiera muerto, todavía viviría”, durante el cual no sólo evocó las melodías de ese entonces, sino que hizo extensivo su homenaje al estado de Oaxaca, pues interpretó varias canciones autóctonas de esa región del país.
En todo caso, lo único que le hizo falta fue cantar en zapoteco o mixteco, y así también rendirle homenaje a las dos lenguas indígenas más importantes que poseen los oaxaqueños.

Sin embargo, se ajustó tanto al nombre de su concierto, que no obstante los gritos del público, pidiéndole títulos que él mismo hiciera famosos, no los complació sino, solamente, con dos canciones: “Hasta siempre” y Macondo, que inundaron de recuerdos alegres, el recinto donde estaba cantando Óscar Chávez.

Con la canción dedicada a la memoria del Che Guevara, hizo evocar, que en esa época del socialismo cubano, no había un solo joven que no se sintiera revolucionario. A todos les parecía que el socialismo era la mejor solución para la humanidad, y, por tanto, debía lucharse, si era necesario, fusil en mano, para implantar ese sistema en toda América Latina y aún en tierras ignotas, en aquellos pueblos que estaban tratando de deshacerse de los últimos rescoldos del colonialismo.

Una vez que los últimos tañidos de las guitarras de los hermanos Morales se extinguieron, los admiradores más fervorosos de Óscar Chávez, empezaron a demandar “La niña de Guatemala”, la que había muerto de amor, y si no era esa, entonces que fuera “Macondo” o “La casita”, la parodia que hiciera del éxito de Pedro Infante, y que hablaba de una casita que un funcionario del gobierno federal tenía allá por El Pedregal, que en los años setenta y aún ahora era una de las zonas más exclusivas de la Ciudad de México.

Pero cuando terminó el concierto, a excepción de Macondo, Óscar se negó a cantar una sola canción más. Quizá porque lo que él criticaba con sus canciones, cuando era joven siguen igual, o están peor.

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